Y la mentira se hizo hombre
En un país antaño imperio, y ahora a un paso de hazmerreír convertido, se eligió por presidente a quien gran mentiroso es y hubo sido. Afición que algunos creían había perdido, pero para mayor desamparo y desconsuelo, una vez más había mentido.
Esta es la historia de Pedro el Grande, ¡grande mentiroso! De pequeño ya apuntaba maneras. Poseía una extraordinaria habilidad, ser maestro del embuste. Sus historias eran escalofriantemente convincentes, aquel que las oyera, y bajo su influyo cayera, ya para siempre estaba condenado.
Pedro fue creciendo y cada vez más disfrutaba sembrando manipulación, mentiras y riesgo entre sus vecinos. Iba por la vida armado de relatos sobre espíritus vengativos, criaturas de la oscuridad y maldiciones ancestrales. Brujos de la noche que con sus palabras no solo creaban libelos sino también sortilegios. A unos les daba miedo, otros de él se apiadaban y algunos, los más valientes, ni le creían ni le escuchaban.
No tuvo más remedio, llegado a este punto, que dejar a un lado sus cuentos narrados y convertirlos en escritura.
Sin pensarlo nada bien, una idea que a él le pareció genial se puso a maquinar: una carta redactaré y al burgo enviaré. Una misiva enamorada, lastimera y edulcorada que impacte a todo el mundo y relance mi figura ante la opinión pública un tanto esquiva. ¡Será la jugada definitiva!
En esto se encontraba Pedro, sin darse cuenta de que cuanto más mentía más se alejaba de la realidad y que poco a poco, por completo, su credibilidad moría.
Pedro comenzó a ver sombras y enemigos por doquier, al cruzar la calle, al ir a la tele, incluso en lo que intentaba leer. En ciertas ocasiones, no les digo yo, que tuviese razones para estas alucinaciones.
Una presencia se hacía, cada día, más consistente. Su aliento en el cogote Pedro sentía con inusitada frecuencia. En esencia se estaba transformando en mentira y la fragancia del fracaso se habría, lentamente, paso.
Ya no dormía, ni tan siquiera comía ¡al menos eso decía! La mirada sucumbía a la luz de la verdad y un halo de oscuridad lo vino a visitar.
Se planteó si en algún momento le convenía decir la verdad, aunque tan solo fuera por honestidad.
¡Qué gran tontería! se dijo a sí mismo. Continuaría tal y como hasta ahora hacía. Es lo que más le convenía, pensó. Pensó y erró.
Porque una presencia gélida que transmitía gran fortaleza hasta él llegó.
- “¿Quién eres tú? Entre airado y asustado inquirió”.
Presintió que algo se estropeaba, que su fortuna se desvanecía, que le faltaba el aire y hasta la voz desaparecía.
- “¿Quién eres tú? tembloroso volvió a preguntar”.
- “¡Soy la Historia y te vengo a juzgar!”
Lo importante de la transmisión de leyendas o historias desde el principio de los tiempos, cuando el hombre empezaba a ser hombre y soñaba con el universo, es la lección que se nos obliga a extraer de lo que se nos cuenta. La moraleja. En nuestro caso vemos como el personaje principal va tejiendo una telaraña de invenciones espurias cuyo objetivo es la manipulación, el control social. Se le va de las manos por su excesivo uso y queda prisionero de la tela tejida. Que irremediablemente se convierte en hilos de alquitrán que lo van envolviendo hasta impedirle respirar. Las relaciones anteriormente construidas, basadas en mentiras, son tan tóxicas que envenenan la sociedad. Debe aparecer la Historia cargada de razones objetivas y verdad para acabar con este elemento distorsionador de la convivencia. Su fallecimiento público que no vital es inexorable y el cronómetro ya ha iniciado la cuenta atrás acelerando.
Como señalara Soul Etspes:
“La historia la escriben los vencedores, la interpretan quienes a éstos sobreviven y la culminan quien ni a uno ni a otros, del todo, han creído”.